por Eckhart Tolle
Nuestro
sentido de lo que somos determina cuáles han de ser nuestras
necesidades y las cosas a las cuales les atribuiremos importancia en la
vida; y todo aquello que nos parezca importante tendrá el poder de
perturbarnos e irritarnos.
Esto se puede utilizar como criterio para
descubrir hasta qué punto nos conocemos a nosotros mismos. Lo que nos
importa no es necesariamente lo que expresamos ni aquello en lo cual
creemos, sino aquello que se manifiesta como serio e importante a través
de nuestros actos y de nuestras reacciones.
Entonces
conviene preguntarnos: “¿Cuáles son las cosas que me irritan y me
alteran?” Si las nimiedades tienen el poder para molestarnos, entonces
eso es exactamente lo que creemos ser: un ser insignificante. Esa será
nuestra noción inconsciente. ¿Cuáles son las cosas insignificantes? En
últimas, todas las cosas son insignificantes, porque todas las cosas son
transitorias.
Podemos
decir, “sé que soy un espíritu inmortal”, o “estoy cansado de este
mundo de locos y lo único que deseo es paz”, hasta cuando suena el
teléfono. Malas noticias: hubo un colapso de la bolsa de valores; se
dañó el negocio; se robaron el automóvil; llegó la suegra; se canceló el
viaje; se canceló el contrato; el compañero se ha ido; piden más
dinero; dicen que es culpa nuestra.
Entonces se levanta en nuestro
interior una oleada de ira o ansiedad. La voz se torna dura: “no soporto
más esto”. Acusamos, culpamos, atacamos, nos defendemos o nos
justificamos, y todo eso sucede en piloto automático.
Obviamente
hay algo más importante para nosotros que la paz interior que pedíamos
hace un momento, y tampoco somos ya un espíritu inmortal. El negocio, el
dinero, el contrato, la pérdida o la amenaza de pérdida son más
importantes. ¿Para quién? ¿Para el espíritu inmortal que dijimos ser?
No, para mí.
Para ese pequeño yo que busca la seguridad o la realización
en cosas transitorias y que se enoja o se pone nervioso cuando no las
encuentra. Bueno, por lo menos ahora sabemos quiénes creemos ser
realmente.
Si la paz es realmente lo
que deseamos, debemos elegir la paz. Si la paz fuera más importante para
nosotros que todo lo demás y si supiéramos de verdad que somos espíritu
en lugar de un pequeño yo, no reaccionaríamos sino que nos
mantendríamos totalmente alertas frente a situaciones o personas
difíciles.
Aceptaríamos inmediatamente la situación y nos
haríamos uno con ella en lugar de separarnos de ella. Entonces, a partir
del estado de alerta, vendría la reacción. Sería una reacción
proveniente de lo que somos (conciencia) y no de lo que creemos ser (el
pequeño yo). Sería entonces una respuesta poderosa y eficaz que no
convertiría a la persona o a la situación en enemiga.
El
mundo siempre se encarga de que no nos engañemos durante mucho tiempo
acerca de lo que pensamos ser, mostrándonos las cosas que realmente nos
importan. La forma como reaccionamos ante las personas y las
situaciones, especialmente en los momentos difíciles, es el mejor
indicador del conocimiento real que tenemos de nosotros mismos.
Mientras
más limitada y más egotista sea nuestra idea de nosotros mismos, más
atención prestaremos y más reaccionaremos ante las limitaciones del ego,
ante la inconsciencia de los demás. Los “defectos” que vemos en los
otros se convierten, para nosotros, en su identidad.
Eso significa que
veremos solamente el ego en los demás, reforzando así el nuestro. En
lugar de mirar “más allá” del ego de los demás, fijamos nuestra atención
en él. ¿Quién ve el ego? Nuestro ego.
Las
personas que viven en estado profundo de inconsciencia experimentan el
ego viendo su reflejo en los demás. Cuando reconocemos que aquellas
cosas de los demás que nos producen una reacción son también nuestras (y
a veces sólo nuestras), comenzamos a tomar conciencia de nuestro propio
ego.
En esa etapa es probable que también nos demos cuenta que les
hacíamos a los demás lo que pensábamos que ellos nos hacían a nosotros.
Dejamos de considerarnos víctimas.
Puesto que no somos el
ego, el hecho de tomar conciencia de él no significa que sepamos lo que
somos: sólo reconocemos lo que no somos. Pero es gracias a ese
conocimiento de lo que no somos que logramos eliminar el mayor obstáculo
para llegar a conocernos realmente.
Nadie puede
decirnos lo que somos. Sería apenas otro concepto más, incapaz de
cambiarnos. No hace falta una creencia para saber lo que somos. En
efecto, todas las creencias son obstáculos. Ni siquiera necesitamos
alcanzar la realización, porque ya somos lo que somos. Pero sin la
realización nuestro ser no puede proyectar su luminosidad sobre el
mundo. Permanece en el ámbito de lo inmanifiesto, es decir, en nuestro
verdadero hogar.
Entonces somos como la
persona que finge ser pobre mientras tiene cien millones de dólares en
su cuenta, con lo cual el potencial de su fortuna jamás se manifiesta.
LA ABUNDANCIA
La
noción de lo que creemos ser también está íntimamente relacionada con
la forma como percibimos el tratamiento que recibimos de los demás.
Muchas personas se quejan de que los demás no los tratan como se
merecen. “No me prestan atención, no me respetan, no reconocen lo que
hago”, dicen. “Es como si no existiera”. Cuando las tratan con
amabilidad, sospechan algún motivo oculto. “Los otros tratan de
manipularme y aprovecharse de mí. Nadie me quiere”.
Esto
creen ser: “soy un pobre ser necesitado cuyas necesidades están
insatisfechas”. Este error fundamental de interpretación crea disfunción
en todas sus relaciones. Creen no tener nada que dar y que el mundo o
las demás personas les niegan lo que necesitan.
Su realidad se basa en
una noción ilusoria de lo que son, la cual sabotea todas las situaciones
y empaña todas las relaciones. Si la noción de carencia, trátese de
dinero, reconocimiento o amor, se convierte en parte de lo que creemos
ser, siempre experimentaremos esa carencia. En lugar de reconocer todo
lo bueno de la vida, lo único que vemos es carencia.
“Reconocer lo bueno que ya tenemos es la base de la abundancia”.
El
hecho es que cada vez que creemos que el mundo nos niega algo, le
estamos negando algo al mundo. Y eso es así porque en el fondo de
nuestro ser pensamos que somos pequeños y no tenemos nada que dar.
Ensaye
lo siguiente durante un par de semanas para ver cómo cambia su
realidad: dé a los demás todo lo que sienta que le están negando. ¿Le
falta algo? Actúe como si lo tuviera, y le llegará. Así, al poco tiempo
de comenzar a dar, comenzará a recibir.
No es posible recibir lo que no
se da. El flujo crea reflujo. Ya posee aquello que cree que el mundo le
niega, pero a menos que permita que ese algo fluya, jamás se enterará de
que ya lo tiene. Y eso incluye la abundancia.
Jesús nos
enseñó la ley del flujo y el reflujo con una imagen poderosa. “Den y se
les dará. Recibirán una medida bien apretada y colmada”.
La
fuente de toda abundancia no reside afuera de nosotros, es parte de lo
que somos. Sin embargo, es preciso comenzar por reconocer y aceptar la
abundancia externa. Reconozca la plenitud de la vida que lo rodea: el
calor del sol sobre su piel, la magnificencia de las flores en una
floristería, el jugo delicioso de una fruta o la sensación de empaparse
hasta los huesos bajo la lluvia.
Encontramos la plenitud de la vida a
cada paso. Reconocer la abundancia que nos rodea despierta la abundancia
que yace latente dentro de nosotros y entonces es sólo cuestión de
dejarla fluir. Cuando le sonreímos a un extraño, proyectamos brevemente
la energía hacia afuera. Nos convertimos en dadores.
Tomado del sitio http://abundanciainfinita.com
Pregúntese
con frecuencia, “¿qué puedo dar en esta situación; cómo puedo servirle a
esta persona, cómo puedo ser útil en esta situación?” No necesitamos
ser dueños de nada para sentir la abundancia, pero si sentimos la
abundancia interior constantemente, es casi seguro que nos llegarán las
cosas.
La abundancia les llega solamente a quienes ya la
tienen. Suena casi injusto, pero no lo es. Es una ley universal. Tanto
la abundancia como la escasez son estados interiores que se manifiestan
en nuestra realidad.
Jesús lo dijo así: “Porque al que tenga se le dará más, y al que no tenga, aun lo que tiene se le quitará”.
Tomado de “Una Nueva Tierra” de Eckhart Tolle
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